7.12.12

CON LOS TAPONES DE PUNTA

Buenas buenas, hoy sin vueltas y cortita al pie, les dejo un relato del amigo Fabio Fusaro(http://fabiofusaro.blogspot.com.ar) un humilde escritor contemporaneo tal vez conocido por la parcialidad masculina (los que tienen o tuvieron problemas sentimentales seguro lo conocen mejor) para reflexionar un poco y en un de esas tambien le sirva a algun perdido que este en esa situacion. si no reflexionas y no te sirve... leelo igual no seas ortiva, leer es mejor que trabajar. Saludos

 Damián y el espejo


Damián salió de la ducha y se paró frente al espejo.
Batió la crema de afeitar, se puso un poco en la mano y comenzó a pasársela por la cara.

Su cuerpo estaba ahí, pero su mente estaba en otro lado. En el mismo lugar que había estado durante las últimas seis semanas.
Un “Hola” proveniente de algún lado lo sacó de su letargo.

Giró la cabeza en un acto reflejo, pero obviamente no encontró a nadie. La voz le parecía extremadamente familiar.
-Acá, Damián, en frente tuyo –volvió a escuchar.
Casi con temor miró hacia delante y se encontró con la triste imagen de sí mismo que el espejo le devolvía.
-Sí nene, soy yo el que te habla…o sos vos, como quieras llamarle…tanto tiempo ¿no? –le dijo su reflejo.
La sensación de temor cambió inmediatamente por una mezcla de sorpresa, vergüenza y culpa.
-Me tenés olvidado, eh? –le dijo el del espejo con un tono que mezclaba el reproche con el dolor.
-No...bueno…un poco…vos sabés como viene la mano... -respondió Damián.
-Sí, claro que lo sé. Me acuerdo como nos gustó la pendeja esa el día que la conocimos.
-Y bueno, entonces me entendés.
-Vos dijiste “es un ángel”….y yo te dije “guarda tigre…andá con cuidado”, pero a partir de ahí te cortaste solo y te olvidaste de mí.
-Negro…no estoy para reproches…estoy hecho mierda... No estaba preparado para perderla... No puedo olvidarla...

-Dami…todos estamos preparados para perder cualquier cosa y para seguir adelante. Lo que no podemos es olvidarnos de nosotros mismos. Y vos te olvidaste completamente de mí. –le dijo el espejo.

-Sí, puede ser…

-¿Puede ser? ¿puede ser?...¿Cuántas veces estuviste parado acá mismo en frente mío y ni siquiera me miraste? ¿Cuántas veces intenté empezar a hablarte y ni siquiera me escuchaste?

-Es que ella era todo…

-Damián ¿Vos sos consciente de que yo soy la única persona que realmente puede ayudarte?

-Nadie puede ayudarme…la necesito tanto.

-Claro que nadie puede ayudarte. Nadie que esté afuera tuyo puede ayudarte. Solo te podés ayudar vos. Y yo soy vos….dame bola Damián…

-Es que sin ella no soy nada…

Los ojos de Damián comenzaron a humedecerse y su voz comenzó a sonar entrecortada.

-¡Damián, mirame! –le dijo la imagen del espejo con voz firme y enérgica.

Damián siguió mirando hacia abajo mientras sus lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.

-¡Damián, la concha de tu madre! ¡Mirame a los ojos, carajo! –le gritó el espejo.

Levantó la vista y sus tristes ojos se encontraron con la imagen de otros dos ojos que sacaban chispas.

-¿De cuántas salimos juntos, pelotudo? ¿Cómo se te ocurre pensar que de ésta no vamos a salir también? –dijo su reflejo.

-Es que no sé…

-Dami…no quiero enojarme con vos –le dijo su imagen –pero ¿es que perdiste la memoria? ¿Te olvidaste todas las que pasamos y lo bien que nos fue?

-No…no es que me haya olvidado, pero…

-¿Ya te olvidaste toda las veces que fuimos juntos a dar un examen sin saber un carajo…y lo bien que la piloteamos? Y eso que decíamos “Nos van a hacer mierda”… pero cuando estábamos bien en sintonía uno con el otro no nos hacía mierda nadie.

-Es verdad –dijo Damián secándose una lágrima.

-¿Y te acordás lo que lloramos juntos aquella tarde en el Sanatorio?...pero bueno…la vida nos tira palos que hay que soportar a veces….pero si seguimos viviendo después de esa…¿cómo no vamos a remontar ésta?

Si tantas veces aprendimos que lo que no te mata te hace más fuerte…¿no nos vamos a olvidar ahora, no?

Damián se paró más derecho frente al espejo y mirando a su imagen a los ojos dijo:

-Perdoname

-¿Qué tengo que perdonarte?
-Haberme olvidado de vos….haberte dejado totalmente de lado poniendo todos mis sentidos en otra persona.

-No tengo nada que perdonarte….solo que me partía el alma verte tan desorientado, tan triste, tan dependiente…y no poder hacer nada. Me quedé afónico de gritarte, pero vos no me escuchabas…

-No es tarde para que arranquemos juntos de nuevo ¿verdad?

-¿Tarde? ¿Cómo va a ser tarde? Nunca es tarde.

-¿Sabés de que me estoy acordando? –preguntó Damián.

-¿De qué? –le respondió su imagen.

-Del día que nos entraron a afanar y vos me dijiste “Quedate quieto, boludo”….creo que me salvaste la vida…

-Sí…pero tuve motivos egoístas para hacerlo.

-Juaa…que pelotudo sos!! –se rió Damián.

-Juuaaa… -rió también el espejo.

-También me acuerdo cuando nos garchamos al bagarto aquel…

-De eso te acordarás vos….yo me olvidé…

-Juuaaa…hijo de puuuuta!!!

Ambos se quedaron mirando el uno al otro, hasta que la risa fue desapareciendo, convirtiéndose en una sonrisa alentadora.

-¿Y nene? ¿Vamo pa adelante? –dijo la imagen reflejada.

-Obvio que vamos, papá!! Y con los tapones de punta!! –respondió Damián.

Y así siguieron ambos, pasándose espuma por la cara…y luego la hojita cuidadosamente, en una sincronización perfecta. Ya no eran dos. Ya eran otra vez uno, pero habiéndose reencontrado el uno con el otro.

Damián terminó de afeitarse, se secó la cara, se vistió y se contemplo con orgullo, amor propio y admiración.

Se disponía a abandonar el baño cuando volvió a girar y miró otra vez sus ojos en el espejo.

-Una cosa más –dijo Damián.

-¿Qué? –respondió su imagen.

-Feliz día del amigo.

29.11.12




Asociación de Hombres Solitarios de Villa Urquiza

La misma sensación, como calcada de la ultima vez, el malestar posterior de una noche larga, la luz colándose por la persiana y bajando lentamente por la pared..... Todo eso me hacía saber que las horas no iban a ser cortas, que el día no pasaría rápido y por supuesto que hoy era Domingo.
Como era habitual me tomaba unos minutos para extrañar lo que antes odiaba..... En realidad ahora que lo pienso bien solamente me molestaba... pero como distinguirlo en ese momento? Los recurrentes mensajes con preguntas, con frases cursis que siempre buscan ser correspondidas, esas salidas sin ganas.... subirme al auto transitar la general paz.... ir al parque, a patinar, al cine, a comer.... en fin creo que se entiende. Hoy en estos minutos que lo pienso, siendo único dueño de mi tiempo, el embajador de mis horas, me doy cuenta que me sobran.... me sobran demasiadas, tantas que me ahogan de aburrimiento y así lo único que se puede hacer es extrañarla. A esta altura se podrá pensar que el relato es depresivo por de mas, cosa que creo cierta pero es la realidad.... además el relato es gratis y gratis es mejor que arriesgarse a comprar un libro malo así que continuemos.....
Intentando ocupar mi tiempo decidí ir a correr al parque sin contar con la fortuna de encontrarme en el camino al turco. El turco era uno de personajes extremadamente amistoso y confianzudo, tanto que unos minutos de más en su presencia se tornaban tortuosos, pero sin apuro alguno escuche lo que tenia para decir.
Hablo de todo… y cuando digo de todo es literal y a una velocidad que hacía imposible seguir su discurso sin perderse. De todas formas hice foco en algo de todo lo que dijo…. Que me pareció carecer de sentido alguno, comento que se dirigía hacia “la asociación”…. A “la Siberia”….
---  Venite, dale no seas gil, es divertido – me dijo con una seguridad absoluta.
Que otra cosa podía hacer? Correr por el parque? Con todos esos ciclistas con esas desagradables calzas ajustadas, andando en manadas, en hordas de estúpidos hombres disfrazados….NOO, esos malditos me habían sacado las ganas de quedarme un segundo más en el parque. Por eso que decidí acompañar al Turco hasta este sitio.
Al entrar nos recibió el Ruso Petrov, de los más simpáticos personajes que conocí, un hombre muy cordial y bien predispuesto, supongo que por eso estaba en la entrada. El Ruso se encargo de contar de qué se trataba el asunto:
--- Pibe esto es sencillo, acá venimos tipos solos, solitarios para los dramáticos, al pedo para los mas duchos… no pienses cosas raras que no somos maricones ni nada de eso. Sabe que pasa pibe, nos sobra el tiempo y no queremos pensar todo lo que hicimos mal, todo lo que nos trajo acá sin que eso no sirva para nada oooo... a veces ni siquiera queremos hablar de eso, solo queremos divertirnos… directamente no pensar.
Parecía no explicar mucho el Ruso, a la vista te dabas cuenta que no era un pibe, tenía sus batallas. Es que en ese salón había hombres de varias edades todos interaccionando de manera tranquila, tratando de divertirse y pasar el rato…. Truco, charlas de futbol, de minas, de películas, de autos, partidos en directo, alcohol, picada…. Era un descanso para los recuerdos, para los bajones, para esos tristes estados de ánimos.
Me sume por suma curiosidad a la ronda, algunas veces (los más guapos) contaban historias…. Casi siempre de porque terminaron solos…. Yo creí que era un antro de la depresión, pero descubrí que hay formas muy cómicas de encontrarse con la soledad, además esas anécdotas, según el Ruso, tenían fines didácticos y educativos. Se buscaba que ningún miembro cometiera un error siquiera similar al expresado en los relatos.
Sabrá ya el lector que varias fueron mis concurrencias. Ese primer domingo el tiempo paso rápido, no me sentí solo, no me sentí tan mal. De todas maneras sabia que el tema no estaba solucionado, pero era un alivio, un aliciente…. Y además que otra cosa podía hacer.
Con el correr de los días fui conociendo otros miembros y sus historias…… el gordo willy que se enamoro de la madre de su novia, el flaco Páez que se enamoraba de todas, el tarta Ruiz…. El tarta jamás llego a decirle a una mujer nada romántico sin que esta se aburriera de esperar que terminara una palabra, en fin historias sobraban y tiempo también.
Por problemas edilicios nos tuvimos que trasladar de nuestro querido salón de la calle Ibera a la plaza de la calle Larsen, en Villa Pueyrredon, pero por identidad conservamos nuestro nombre intacto. Nuestro nuevo refugio compartía espacio con una cancha de bochas y por ende con varios ancianos de la zona que pasaban su tiempo libre jugando a su tan querido tute, escoba de quince, las bochas y el truco…. Eso si ninguno de la asociación se animada a desafiar a los experimentados viejos a un truquito. Algunos se colaban en nuestras reuniones a divagar o dar una opinión de experiencia, entre ellos, estaba el muy recordado Don López. A él se le ocurrió la idea de nuestro libro de relatos “ el libro de los lobos solitarios de la Siberia” es que, a pensar del viejo, no todos quieren contar lo que les paso y no siempre todos queremos escuchar los temas de otro… era un sesgo en donde fallaba nuestra pequeña comunidad. Con la idea de López esto era menos notable, muchos escribían sus anécdotas, sus historias sin ningún inconveniente…. Algunos ya los traían escritos para poder hacerse de otros para leer en ese tiempo, luego el viejo los recopilaba y dejaba a disposición de todos nosotros.
Funcionaba de maravilla, estábamos mas alegres, de a poco superábamos eso que nos entristecía y formábamos un lindo grupo. Cada tanto venia un “nuevo” a cuestionar nuestra asociación, así como nuestros amigos, conocidos y familiares que sabían de su existencia…. Que es imposible estar solo en la vida…. Si te juntas con depresivos te deprimís mas…. aprovecha que estas soltero y dejate de joder con esos boludos…. Como vas a ir a un lugar donde no hay minas??? …..por que los domingos??? Estos y otros cuestionamientos eran escuchados cada tanto. Por suerte el profe Bernardi no dejaba duda alguna a los nuevos y a los más antiguos que flaqueaban. El decía que el domingo es el día más triste, el que estadísticamente más suicidios tenía en la semana, respecto de las minas aclaraba que el centro de la cuestión problemática jamás debía estar en la solución en el corto plazo, nadie estaba obligado más que por su voluntad a participar. Explico con maestría que un solo y un soltero no son lo mismo (aunque algunos desconfiaban y no se animaban a decirlo) para Bernardi el hombre solitario, no quería serlo, era cosa del destino, la fortuna y la puta que lo pario… algunos por errores cometidos habían conseguido la soledad y otros solo la encontraron a la vuelta de la esquina. El soltero era otra cosa, quería otras cosas, no se arrepentía en lo mas mínimo de su condición, ES MAS (gritaba señalando al cielo, o al techo a veces) muchos disfrutan de ella y no les importa infortunar a otros con sus placeres efímeros y sus mentiras para conseguir tales fines. Nosotros , para el profe, estábamos aprendiendo a no equivocarnos más para encontrar entre todas a ella, la que perdimos, la que queremos, la que tal vez ni conocemos todavía….. Ellos, en cambio, no saben lo que quieren aun y tal vez un día sean uno de nosotros. Nos dijo que era cierto que nadie está solo…. Pero entonces como es que uno se siente de esa forma? Muchos ante esas preguntas al aire del profe respondíamos las estupideces que se nos ocurrían: que los amigos se cansaban de escuchar nuestros bajones, que todos nos respondían “ya va a pasar”, no siempre tu familia estaba disponible para algo tan poco importante… Fiel a su estilo Bernardi no daba respuesta alguna solo asentía y sonreía ante las nuestras, así nos hacia meditar un poco …. Era un tipo muy bueno de mucho conocimiento, Tito (el encargado de las bebidas por excelencia) me comento que luego de que su mujer falleció en un accidente el profesor comenzó a asistir a las reuniones, según el Ruso es uno de los fundadores mismos, la verdad… nadie la sabia.
Un día ocurrió lo que estábamos temiendo cuando lo vimos tan deteriorado, el viejo López se fue a ver a su Argentinos Juniors al cielo, aunque según él, en su juventud había roto muchos corazones enamorados y para su creencia le esperaba el infierno sin lugar a dudas, donde los partidos de fubol se ven en diferido con  respecto a la transmisión de  radio y siempre te empatan sobre la hora.
Viéndosela venir me había dejado a cargo su tesoro, su idea, “el libro de los lobos…”. Lo copie a un formato más actual, para dejarle a Lopecito, el Don de la Paternal, el manuscrito original que tanto lo entretuvo en sus últimos días. Ya ni recordaba el frio sentimiento que me llevo a estar en la asociación, aullando con los lobos, me preocupaba mas por que otros logren lo que yo, esa tranquilidad. Un día realice una edición aniversario del libro y se la lleve al negro dolina (un autor muy querido por nosotros, por la mayoría) para que lo firme, al ver el índice que mostraba títulos como:
_ A cuantos rechazos estoy de conocerte
_Como me gustaría quererte como cuando no te conocía
_A vos te quiero pero a tu hermana la amo
_La hija del carnicero te quiere dar
_A Ramos no vuelvo más, a Ciudadela menos
_Pequeño manual para conocer chicas
_ La tercera es la vencida, no te miento más
_Perdón la vencida era la cuarta
_Te quiero de Retiro a Constitución ida y vuelta en hora pico
_Mucha lluvia, mucho gastu (solo para entendidos)
_Promesas que no voy a cumplir (el ballet de las almas enamoradas)
_Que me van a hablar de amor!!!

Dolina leyó rápidamente algunas historias cortas, hasta llego a pedirme una copia para tal vez leer alguna historia al aire en su programa. Con las piernas temblando ante tamaña falta de respeto tuve que negarme.. el libro era nuestro, de la asociación que teníamos y de nadie más. Sonrió con mi respuesta, como entendiendo todo y ensayo un pequeño prologo para adjuntar a ese ejemplar. Esas cosas no se olvidan, como tantas otras.
Era una fiesta los días de despedidas, es que el fin era el que vagamente definía el profe, era encontrarla y algunos lo hacían, ese día no había nada más que festejar los logros de nuestros esfuerzos, que un compañero deje su condición y encuentre su compañera era nuestra mayor alegría, un impulso para soñar que ahí afuera también estaba la nuestra esperando y que no se podía fallar, no de nuevo….
Como una jugarreta del destino, que no puede ver al hombre tranquilo y feliz, porque lo bueno se tiene que terminar para serlo. A nuestro reducto cayeron un día “Los solteros de Pueyrredon” aduciendo problemas edilicios también, aunque para el Ruso y para mi había intenciones más oscuras en sus mentes.
Con esto empezó nuestro fin, los solteros desvirtuaban nuestras reuniones apareciendo ebrios de sus largar giras nocturnas(cosa que Bernardi repudiaba con demencia) mezclando sus relatos vacios para molestar a los oyentes, a veces también robándose historias del libro para contar a sus amantes haciéndose pasar por hombres que conocían el amor, o simplemente para chamullar minas en los bailes.
Poco a poco lo que habíamos construido fue perdiendo sentido, los miembros del grupo  comenzaron a desaparecer, a volver de donde habían venido. El que escribe se había encariñado mucho con esta Asociación, secta para algunos ignorantes, nuestra logia, las reuniones y su gente. Por eso es que fui uno de los últimos en abandonarla y se me concedió el honor de escribir el ultimo relato del libro, este relato, para que los solitarios sepamos que hay segundas oportunidades, aunque el pesimismo sea nuestra moneda corriente, arrepentirse sirve, cambiar también, que no nacimos para estar solos, que es inevitable encontrar nuestra compañía, nuestra compañera…….aunque hoy es domingo, las horas no quieren pasar y nuevamente me siento solo.

“Si pudiera volver atrás, elegiría no equivocarme”
Del libro “Los Lobos Solitarios de la Siberia”

5.9.12

La Sustituta (primera edición no corregida ni aumentada)

Fernán Sandoval vivía en Buenos Aires. Escritor de profesión, su vida se dividía entre sus libros y su novia, una joven llamada Julieta Pérez.

Hacía poco tiempo que había enviudado. Su mujer era todo lo que él deseaba. Fue su gran amor de la vida, con quién había planificado hijos y amores eternos. Pero un octubre lluvioso, el diablo metió la cola y decidió que ya no era tiempo para que estén juntos.

Poco tiempo después, Sandoval conoció a Julieta, una hermosa mujer de 30 años. Morocha con ojos profundos color verde. Pelo largo hasta la cintura. Esbelta. Su hermosura era solo comparable con su devoción por el escritor.

Hacía todo por él, incluso ser un apéndice maltratado del autor. Siempre dispuesta a estar a su lado, dejaba todo por ser su amor, lo acompañaba adonde sea, pensaba siempre en él. Y pedía muy poco a cambio.

Fernán era todo lo contrario, malhumorado, malagradecido, gris y muy poco demostrativo. Solo escribía poemas de amor cada tanto, para lograr volver a hechizar a la preciosa joven.

Durante los años que duró su relación, si es que podemos llamarla así, hubo un sinfín de peleas y desplantes. Una típica historia de amor entre dos, donde uno no ama y el otro deja todo.

“Así es el verdadero amor, donde no duele y no hay rechazo no hay amor, solo hay encantamiento” decía entre whiskys con sus amigos más cercanos.

Un día Julieta comenzó a dudar de su amor. Cansada de ser un trapo de piso y de dar todo sin pedir nada a cambio decidió abandonar a Sandoval, no sin antes desearle una muerte lenta y llena de pesares amorosos. El escritor nunca fue el mismo desde esa noche fría de junio.

Al principio se alegró, creyendo que era el final de una historia que nunca debió suceder, que su nueva vida comenzaría en ese momento. Sus amoríos eran suficientes para no extrañar las noches de pasión de Julieta. Tenía todo lo que quería, o por lo menos, eso pensaba. En su cabeza comenzó a formarse la idea de volver a enamorarse, de querer retomar esa vida de cariño y dulzura que alguna vez supo forjar. Se lamentó de las pérdidas y perjuró volver a encontrar el amor.



Meses después de la separación de Julieta sintió por primera vez que la extrañaba, que la deseaba. Intentó buscarla, escribió cartas y poemas. Pero ella no respondía nada. Un oscuro sentimiento se forjó en su interior mientras más se alejaba de ella.

Pretendió olvidarse y maldecirla, y buscar nuevos amores. Así conoció a varias mujeres que una tras otra fueron rompiendo el encanto y lo devolvieron a una realidad llena de soledad y tristeza.

El escritor ya no dormía, se pasaba las noches en vela frente a su vieja Olivetti, intentando recordar como escribirle al amor. Los resultados eran horrendos; hojas y hojas de llanto, de amarguras y de desazones. Las editoriales se peleaban por vender esos libros llenos de oscuridad. Mientras más crecía su fama, más solo se sentía. Algunas mujeres, atraídas por su estado emocional comenzaron a acercarse al maduro escritor.

Él no podía rechazarlas, aunque nunca lucía la más mínima intención de lograr encontrar vínculos emocionales.

Así Sandoval dejó su ciudad, dejó sus amistades y se mudó lejos. Su obsesión era inmensa y no podía detener su pensamiento que solo la nombraba a ella.

Se interesó por los escritos de magia negra, de hechizos, pócimas y demás elucubraciones. Ninguno logro traerla de nuevo. Continuaba escribiéndole, sin recibir respuestas.

Una noche de desesperación tuvo una idea para mitigar su dolor. El cabaret del pueblo estaba semivacío, los mismos parroquianos y las mismas prostitutas y ese olor a desdén que ahogan el ambiente. Mientras el whisky se esfumaba de su copa intentaba buscar entre las sombras del mal iluminado antro.

Del fondo del lugar, casi de una catacumba se asomo Tiffany, una jovencita de unos 33 años. Esbelta, morocha de pelo largo, con unos ojos verdes intensos. El alcohol confundió la vista de Sandoval y por un momento su corazón volvió a latir.

Sin perder tiempo, se levantó de su asiento y corrió hacia ella. “Corramos lejos de aquí, yo soy el que te va a hacer feliz para siempre” le dijo.

Tiffany no sabia de lo que el lúgubre hombre le estaba hablando.

“¿Es que no entiendes? Vámonos ya de aquí. Voy a darte todo para siempre y serás feliz a mi lado”.

La joven sonrió. Un rayo de luz se posó sobre su rostro y el escritor comenzó a llorar de emoción.

“Yo no soy quien crees. Solo soy una joven sin nada que perder. Pero si me prometes todo y me regalas amor, iré adonde me lleves”.

Ambos se alejaron en la noche de luna llena. Hicieron el amor durante horas en un campo, iluminados solo por la luz de la luna. Durante toda la noche la vio dormir. Sonreía como lo hacía Julieta. Su semejanza era notable.

El poeta enamorado le dijo susurrando: “Yo se que no eres quien quiero que seas. Pero si estas dispuesta, te daré lo que no pude a ella y tu solo tienes que tomarlo y ser feliz. Solo hay una condición, debes permitirme que te llame Julieta”.

La joven sonrió profundamente y lo abrazó.

Durante 30 años estuvo junto a ella. Su vida estuvo llena de amor y de dicha. Tuvieron un hijo y una hija. No tuvo deseos de volver nunca a escribirle a su antigua amada, pues ya tenía una sustituta que lograba satisfacerle todas sus necesidades.

A los 70 años, Sandoval estaba agonizando, a su lado su hermosa sustituta lo consolaba: “Has hecho realidad el sueño de mi vida. Me has dado todo el amor que siempre quise. Tal vez no lo hiciste cuando debiste, pero tu lucha y persistencia hicieron que estemos juntos. Volvería a elegirte mil veces. Sabiendo que nuestro destino nunca fue estar juntos. La eternidad nos volverá a encontrar. Me queda tu recuerdo y tus cartas tan hermosas. Nunca me fui, nunca me iré. Nunca es suficiente cuando el amor esta en juego. Te amo”.

Sandoval poco escucho de ese emotivo discurso. Su cansancio lo venció poco antes del final.

Y ahí seguía Julieta, como el primer, día siempre dispuesta a estar a su lado, siempre con una caricia y un abrazo tierno. Llorando al amor de su vida que había llegado tarde. Ella comprendía que el amor era así, y que ni la muerte puede separarlo. La verdadera Julieta, la única, siempre dispuesta a dejar todo por su querido Sandoval…

2.8.12

Adalid Guerrero

En un monte de Asia, casi inexplorado, se encuentran aún sobrevivientes de la tribu Lamuto. Son conocidos como los guardianes del perdón terrenal.
Hace siglos que miles de aventureros recorren el continente en busca de sus poderes. Dicen que son capaces de perdonarlo todo y de generar el perdón en todas las personas de la tierra, incluso en las que no creen en ellos.
El jefe de la tribu, el viejo sabio Farú, es quién decide si el perdón se hace efectivo. 
Aquellos que desean ser perdonados deben convencer al viejo con un poema. En el que deben volcar cuál ha sido el error a perdonar. Los poemas escritos, son destruidos en el fuego sagrado una vez leídos por el sabio.

Los Lamuto esperan con ansias la llegada de los peregrinos pidiendo perdones. Pocos logran acceder a esta vieja tribu, y una vez dentro muchos mueren debido al largo viaje y a las condiciones de la región.
Los bienaventurados que logran sortear las dificultades, y pueden escribir el poema para convencer al viejo, automáticamente son perdonados.
Asesinos, ladrones, embusteros, falsos, huidizos, engañadores profesionales y enamorados arrepentidos han pasado por la zona de los Lamuto.
Pero la tribu tiene una sola condición final para el perdón. Una vez destruido el poema, el sabio Farú se levanta y le indica al aventurero: "Viajante de mil leguas, serás perdonado para siempre, pero jamás podrás volver a ver a aquella persona a quien heriste. Beberás el Agua del Perdón y sentirás su perdón a la distancia. Por nada del mundo podrás acercarte ni tener contacto. Probarás la redención en tu corazón y a partir de ese momento te olvidarás para siempre del asunto".

Hay relatos que indican que quien rompe este trato, es odiado por la persona de quien necesitaba el perdón, incluso más que cuando comenzó el viaje.
Los escépticos de siempre dicen que la tribu no tiene poderes. Que el agua que beben hace todo el trabajo, pues es un concentrado de varios alucinógenos naturales y que todo lo que siente quien lo bebe es un alivio emocional provocado por la sugestión.

 Durante una expedición en busca de oro, un aventurero vio en una fogata apagada, un trozo de papel, allí había un breve poema. Los investigadores creen que es el único poema rescatado del fuego sagrado de los Lamuto. 

Adalid Guerrero

¿No extrañas esos momentos?
Breves, cortos y no eternos.
¿No extrañas esas caricias?
Convertidas en malicia.
¿No es cruel el desengaño?
Crueles serian esos daños.

Lucho y soy, como soy
Un guerrero armado, voy
Nunca estoy, solo hoy
Franco y valiente doy.

Lucho y no, sentiré
Tus caricias otra vez
No serás nunca mas
Ya no llegara la paz.

¿No vivís más esos besos?
Dulces tiernos y perversos
¿Éxtasis de corazones, ves?
Si acaso de esto no sabes
¿Ya vendrán esos amores?
Siempre solo, sin razones

Tierna y fiel, bella y miel
Fresca y dolorida es
Claridad, frustración
Dueña es de mi ilusión.

¿Donde vas? ¿Donde estas?
Única fragancia y vas
Sola ella y la verdad
Ausente de mi claridad.

Y es que tanto te persigo
Solo e inadvertido
Lagrimeo con dolor
Yo ya no tengo calor....

Nunca nunca más.
Guerrero siempre serás

31.1.12

El Lamento del Lobo (Primera Edición NO corregida)

Primero que nada, agradezco a el siempre querido Nito, que ha posteado un enorme cuento. Ojala algún día nos lean más de dos personas para así poder lograr que se multipliquen los amigos virtuales que nos queiren...

Bueno vamos con una primerisima edición, nada revisada, de algo que me costó muchisimo escribir pero que me salio horriblemente mal.
A la distancia espero que algunos lectores puedan leerlo y putear lo suficiente o contribuir con críticas para una reedición...
Los quiero mucho. Cariños
Niño

EL LAMENTO DEL LOBO

Habían pasado años desde la ida. La desolada estepa ya había desgarrado sus últimos vientos.
Lobo solitario y triste está mas viejo.
Algunos dirán que es más sabio por su cara austera y pensativa. Pero el que lo conoce bien sabe que está triste y enfermo.
Así y todo lleva a su manada viejos consejos para la caza y alimenta a los mas pequeños.
En palabras de lobo aconseja no seguir su camino. No enamorarse de corderos disfrazados.

"De tener chances matarlos sin dudar". Repite una y otra vez.
Pero Lobo sabe que miente. Pero no puede arriesgarse.
Ha pasado mucho tiempo en la estepa. Pero lo que no ha pasado es el dolor.
Bien entrada la noche gris, esperando que las nubes oculten el brillo de la luna nuestro lobo sale a recorrer la oscuridad.

A lo lejos la lluvia se escuche pequeña y a tempo.
Unas pequeñas gotas que caen sobre las hojas de los árboles y comienzan la danza de goteos.
Es un lugar especial el bosque. Los truenos retumban y los rayos fusilan de luz el firmamento.
Lobo camina cansado pero decidido. Sabe exactamente donde va.
La lluvia como un llanto celestial lo abraza y por primera vez no se siente tan solo.

Delante suyo esta la meseta. La oscuridad se hace luz en cada rayo que parte el cielo. La lluvia es incesante. Es como aquella noche.
Ha pasado mucho tiempo pero Lobo recuerda todo como si fuera ayer. Los lobos nunca olvidan. Pueden esconder o hacerse los distraídos pero recuerdan todo.
Alrededor de cien metros lo separaban de la pequeña cornisa de piedra donde había estado hace años.
Es una pendiente poco pronunciada para un animal de cuatro patas.
Incluso para un lobo enfermo y viejo era sencilla de trepar.

Metro a metro subía Lobo. Dando pasos lentos. Esperando a los rayos para guiarse mejor. La lluvia no parecía dar tregua. El cielo lloraba de tristeza.
Lobo recordaba aquella noche donde tenia a su amor entre los dientes. Sentía la espesa sangre de los muertos bajo sus patas mientras poco a poco llegaba a la cima. Su corazón golpeaba mas y mas fuerte.
Recordaba las frases. Los poemas. Las oraciones finales. Todo lo que dijo y le dijeron.

Lobo llego a la cima. Se sentó en sus patas traseras. La luna apareció como por arte de magia disipando a las nubes. La lluvia ceso de repente. Todo era silencio. Todo era calma.
Lobo respiro profundo, casi se sintió mareado por el esfuerzo. Y comenzó a aullar.
El aullido de los lobos es mágico en las noches de luna llena.

Dicen que el Creador hizo un pacto con los lobos. "Deberán de ser solitarios y predadores. Serán temidos y no tendrán amor. Pero en las noches de luna llena les concederá un deseo. Tan solo uno por vida".
Todos sabemos que los lobos no fueron bendecidos con mas vidas.
El aullido de Lobo estremeció todo el lugar.

Había pasado ya mucho tiempo.

"Quiero verle. Quiero oírle. Quiero tenerle cerca tan solo un momento. Daré lo que resta de mi vida a cambio". Susurro Lobo a la luna.

Nada pasaba.
Lobo aullaba con mas fuerza. Sus patas delanteras temblaban del esfuerzo. Caía exhausto al final nada pasaba.
Entonces lobo recordó un viejo cántico y entre aullidos y armonías cantó:

"Soy aquel que amo y mató.
Soy aquel que nunca tembló.
Soy un lobo solitario ay vida
Que lucha por tu amor.

Soy ese que hiere y grita
Soy el mismo que te lloro
Soy un lobo triste y mudo
Que no se olvido oh

Todo es mas fácil con vos
Todo era mas bello amor
Espero ver caer al cielo
Sobre vos... Sobre vos

Soy nube errante y soledad
Y soy cuidados de maldad
Soy zurdo y derecho ¿no lo ves?
Soy un señor nocturno y facilón

¿Dónde vas Cordero donde vas?
Aciaga noche es realidad, que
No podemos nada más,
Sobrevivir y no escuchar.

Ahora quiero la espuma de tu voz
Ahora solo quiero recordar así
Felicidad, tanto rencor, odio y
Lamentos, muerte y oscuridad.

Amor, temor, enojo y sin sabor
Ahora estas, ahí nomás
Y yo no te quiero ver jamás
Cordero de mi eternidad…”

El cielo vaciló un momento. Un fuerte sismo rajó la tierra. Lobo estaba inmovilizado.
Cordero comenzó a bajar la escalera del cielo. Lobo exhalaba sus últimos alientos.

“Ay Lobo convertido en presa. ¿Qué has hecho? Tu lugar no es el cielo, y has dado la vida por un instante que no es eterno. Necesito un abrazo viejo amor, pero no el tuyo. Nunca has visto la real cara de este Cordero.
Recuerdo aquella noche, nuestra cena, mejor dicho, tu cena.
Me has convertido en inmortal.
Pero los lobos no tienen permiso de mezclarse con nosotros, tu debes vivir en soledad.
No hay cielo para que el que no se arrepiente, y mucho menos para aquellos que se dejan aconsejar por seres mediocres que han vivido la vida creyendo ser superiores.
Tu raza es una raza infeliz. Impávida ante el sufrimiento de nuestros hermanos corderos, no han hecho más que masacrarnos durante centurias, mientras ustedes se deleitaban en los banquetes de sangre y huesos.
No llores por mi Lobo. Si yo te amé ya no interesa. Nuestras especies son diferentes, yo Cordero y buen pastor, he dado la vida por mi amor. Pero tu ¿Qué has ofrecido?
Dolor, angustia, tristeza.
Te amaba Lobo, te amaba. Y dí la vida por ti.
Ahora viajo solo, en este infinito universo, mientras tu atado a tu realidad mundana aun debes creer en quien has elegido como nuevo compañero. Que pena da, verte así de tirado, pero es lo que mereces, Lobo malcriado, que se ha disfrazado de cordero muchas, incontables veces, susurrando amor por lo bajo, pero siempre afilando los dientes…”

Cordero subió solo la escalera al cielo mientras que Lobo estaba quieto, demasiado quieto.
La tormenta pasó y la noche dio paso al día. Y nuestro querido Lobo inmóvil permanecía.
Dicen que en la meseta del Lobo Errante en las noches de luna llena se escucha el aullido del viejo lobo, aunque pocos observan de donde proviene…

26.1.12

PILLOS DE COTILLON

Muy buenas mis queridos, en esta oportunidad les prometo no incomodarlos con relatos propios y aburridos (aunque en realidad tengo muchos)... Tal vez en otra oportunidad, cuando logre darles forma a los mismos.
Por lo pronto me gustaria compartir con ustedes (que a esta altura... a esta edad del blog, deben ser facil 320 mil) un cuento de un escritor ya citado en este precioso lugar. Es para aquellos que todavia creen en el amor, tambien a los que no, a los amantes del futbol, de las historias... En fin para todos o para nadie.

Los traidores

por Eduardo Sacheri

Que nadie se haga cargo de esta historia,ni de sus apellidos ni de sus equipos. Lo único cierto es Ella.

¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta... -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero...-los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. «Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con pacienciale expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda', por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor.»Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.»¡Chau, pibe!

FIN